viernes, febrero 02, 2007

A solas con Londres (Capítulo II)

Recuerdo real de mi llegada:

No me separé del suelo, tenía comprado un billete de avión con una compañía low cost hace tiempo, pero lo rompí o lo quemé para no tener la tentación de usarlo. El comienzo fue otro avión, ingerir una pastilla y permanecer dormido o ausente, para en caso de recibir a la muerte, hacerlo con el castigo de la indiferencia.

Londres no es gris, ¿quien me dijo que esta isla carece de color?, que es de tonos grises y ausentes de olor. alguien me mintió y me partió el corazón, aquí yace un parto de luces, el pelo rojo y un rayo de sol que lo vuelve púrpura. Ciudad de colores vivos, de carne viva y de todos los pecados en uno, mi llegada. Al aterrizar en la isla de la limitación mental, en la capital del incesto y la perturbación psíquica, me parece estar sólo. Primer error, necesito comprarme un adaptador de corriente, cinco libras menos.

Acabo en la habitación de un bullicioso hostal, ocho personas en el mismo habitáculo que te permite dormir en dos niveles paralelos y superpuestos, se llama The Generator y en internet me han dado buenas referencias del mismo. Lástima que mis ronquidos y el penetrante olor de mis pies se sume a mi imposible conversación en el idioma local. Tan sólo conozco a una mujer, pelo rojo y una habitación gratis. La mujer del pelo rojo se me acercó en el pub del The Generator, había robado para mi un libro de Plinio el Viejo, no lo traía consigo, se arrepintió y balanceándo sus coletas deshizo sus pasos. Una vez en la biblioteca lo devolvió arrepentida, o no. Su regalo lo sustituyó por cuatro folios en blanco, o con al menos una de sus caras en blanco.

Este sitio donde dormir es la extensión espacial de su pub, según dicen aquí se dan cita kiwis, aussis y yankees o algo así. Todo me resulta lo mismo, un silencio abrumador, salvo alguien que me mira y se relaciona conmigo en alguna de las lenguas latinas que me permiten cazar algo al vuelo. Es posible que hasta éste momento mi pensamiento me llevase a creer que esta gente no se sabe divertir, o lo hace de manera extraña. Me bebo algo que parece llamarse pints of Carling, una y otra vez, otra más y ya empiezo a ver borroso, no hablo pero abrazo a alguien que se tropieza conmigo. Su sudor en mi hombro.

Al final de la noche tras descubrir los drinking games y el karaoke me sorprendo al frente de una conga. De mi boca emana una desentonada canción de Lola Flores:

"Muchacho barrigón no puede caminar, porque come chocolate y come pan
pan, pan, pan y chocolate
pan, pan, pan y chocolate"

Voy a tener que buscarme otro sitio en el que pasar mi estancia, después de pagar 12 libras me despertó alguien gritando. Me hallaba sentado en un portal con la cabeza apoyada en una melena roja que se esforzaba en tapar la pálida tez que la noche desfiguró. Los gritos venían de un hombre rosado, parecía un cerdo y ni siquiera el frío me dejó lucidez suficiente para ver que era humano. Me apresuré a meterme la mano en el bolsillo, saqué una pequeña navaja y le corté las orejas.

Ahora tengo que buscar un sitio que también me sirva para esconderme, necesito adobo, esas orejas estarán divinas.

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jueves, febrero 01, 2007

A solas con Londres (Capítulo I)

¿Que hago aquí? Una pregunta extraña para formularme una vez estoy perdido en tus entresijos, el laberinto absurdo del idioma que me limita, que me corta el verbo y me hace sentir torpe y casi mudo. Busco otras virtudes en mi persona para llegar más lejos y entablar amistad con alguien, pero me resbalo, tropiezo nuevamente con la traducción tartamuda y los monosílabos inconexos. En ocasiones en las que me siento completamente confuso suelto frases que no vienen a cuento, robadas de películas o simplemente inventadas, y me voy, prefiero que piensen que estoy loco a seguir peleando con el extraño lenguaje hablado en esta isla. No he temido llegar, al igual que no temo marcharme, mis únicos recuerdos del viaje se limitan a sangre en un calcetín, un camionero francés y traviesas, más y más traviesas. La velocidad de la locomotora las vuelve paralelas y perfectas, mientras más rápido mejor, y siento en la espalda el sudor de quien clavaba las escarpias bajo la mirada de algún controlador mal avenido. No temo porque no vuelo, aunque sospecho que esta maldita isla no nace en el fondo del mar, creo que flota o tal vez vuele y si vuela me bajo, para siempre.

Recuerdo falso de mi llegada:

Al aterrizar en el aeropuerto de Stansted yo era la única persona que sabía que me hallaba en la gran isla, bueno también lo sabía mi amigo Javier, que preparaba llegar dos días más tarde, para después intentar convencerme de que nos fuésemos juntos a Cuba. Para el resto del mundo yo no existía o lo hacía y me hallaba en cama rehén del virus de la gripe. La mentira, eterna aliada. En cuanto llegué me di cuenta de que no me iba a ser fácil alojarme. Lo primero que me llamó la atención fue la cantidad de chinos, coreanos y japoneses que recorrían apresurados las calles de aquella ciudad, habré aterrizado en Seúl, pensé. Pero no, aquello seguía siendo Londres, no tan mestizo como imaginé, y lo mestizo era forzado, emulsionado. También las libras se gastaban a una velocidad importante, mayor velocidad si lo trasladamos a los euros, ah! Y todo está al revés. De todos modos no parece que haya muchos ingleses en esta ciudad, le habían dado la vuelta a todo y habían escapado a otros lugares. Me paro y me bebo cuatro pintas de cerveza en un pub vacío que parece cutre, porque llevaba la maleta, si no hubiera salido corriendo, ahora soy yo con 14 libras menos.

Necesito buscar alojamiento y ya cae la noche, aunque a mí me quedan muchas horas despierto. Busco en un par de lugares que parecen ser hotelitos o pensiones céntricas pero el precio no baja de los 100 euros la noche, sin grandes lujos y sin garantizar un copioso desayuno, me veo volviendo a Stansted y durmiendo allí la primera de mis noches en este lugar, digo mis noches porque no tengo billete de vuelta, o lo rompí tras beberme cuatro pintas. Y es que el alcohol y la valentía van juntos en el seno del cobarde. Al fin encuentro un lugar que parece ser una especie de colegio mayor, entro y pido que me den una habitación. Tras una conversación de media hora, en un spanglish que dotaba de surrealismo a la noche, me di cuenta que era un centro para la recuperación de adictos a las drogas, juego y otras cosas. Ya decía yo que me ofrecía cosas muy raras y el precio era algo desorbitado. Al final salí de aquel lugar en el que me permitieron dejar mi maleta hasta que encontrase un sitio adecuado. Nada más salir una horda de chinos me asaltó, eran chinos pero hablaban buen inglés, les expliqué que no tenía maleta ni nada encima y que si querían algo que preguntasen en el centro que estaba un par de calles más abajo. Pero el centro ya no estaba y ahora se dividía en dos locales, un pub con pinta de caro y una especie de tienda de jabones y aceites con olores para la ducha. Maleta perdida.

Paseando ya sin rumbo, en un portal, en una farola, o tal vez me lo dio en mano una chica con el pelo rojo, encontré un papel de alquiler de habitaciones. Acudí a la dirección indicada, con el papel en mano o siguiendo el rastro rojo de aquella chica de pálida tez, no hablaba y eso me reconfortaba, aquí soy mudo, mi mejor arma descargada, o tal vez no la mejor sino la que más habitúo a utilizar. Entré en un piso que tenía un recibidor redondo, seis puertas y un panel metálico al frente, como la puerta de los establecimientos comerciales que hay a pie de calle. Cada puerta una habitación, cada puerta un color y una música distinta. A mi me tocó la habitación amarilla, al lado de la roja (donde se alojaba la chica de pelo rojo, Diletta se llamaba), la música de mi habitación era el caer de las gotas del agua, haciendo hincapié en el sonido que produce la fricción del viento al pasar entre ellas. Muy relajante aunque te genera ganas de miccionar una vez cada hora.

Tras la puerta blanca sale un chico, gordo, pálido, bajito y muy rubio. Lo miro y no le hablo, me mira y me pregunta:

- ¿Eres español?
- Sí, que casualidad!, pensaba permanecer en silencio durante toda mi estancia en la capital. (aún no diré de lo que es capital Londres)
- Bueno pues aquí estaremos.
- ¿Pareces de Valencia, eres de allí?
- Sí, soy de un pueblo que se llama O Polop. ¿Y tú?
- Yo canario pero vivo en Valencia y ahora soy de Londres, no conozco tu pueblo.

Debió ser algo ofensivo no conocer su pueblo, al parecer famoso por sus fiestas. En ellas tienen la tradición de atar en paralelo una cabra, un caballo, un cerdo y un conejo y echarlos a correr con el divertimento de ver las caídas que provoca la descoordinación entre especies. No me habló más, cogió con la mano un mando a distancia, pulsó un botón negro y redondo que se hallaba en su centro y abrió la puerta metálica. Tras ella había tres camareros, un cocinero, un pinche y un buffet giratorio con todo tipo de alimentos a ingerir, entre las 07:00 y las 21:00, a libre albedrío. ¿El precio de la noche?, me invitó Diletta.

Ahora soy yo, con alojamiento gratis, con documentación, con dinero suficiente, sin maleta y viviendo por encima de mis posibilidades.

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